Quienes hayan sentido alguna vez cierta curiosidad por el porno que se hacía algo más de dos décadas atrás se dará cuenta de que existe una diferencia primordial con el actual. No os hablo de medidas de pecho o de trasero, ni de la belleza de sus actores o actrices, ni del los cambios en la cantidad de bello púbico, ni de las prácticas más o menos extremas. Eso sólo sería rascar la superficie.
A lo que vengo a referirme es a la narrativa del porno de los años 70 y 80, que para bien o para mal ha pasado a mejor vida. El gonzo o los guiones puramente testimoniales han fagocitado por completo cualquier atisbo de argumento en el género y, aunque jamás se llegara a dotar de historias de una mínima complejidad a las películas de aquella época (al fin y al cabo eso estaría en contra de la esencia misma del porno: ir directamente al grano), sí que en ocasiones conseguían estimular los impulsos sexuales del espectador simplemente haciéndole creer (siempre que el observador se comprometiera a entrar en el juego que proponía el filme, evidentemente) que estaba contemplando situaciones que no sólo son morbosas por las imágenes en sí mismas (una penetración, una felación, etc.) sino por sus implicaciones psicológicas y emocionales.
Lo entenderéis mejor con este ejemplo que os traigo hoy. Se trata de la escena final del clásico Private Teacher (1983) en la que Honey Wilder y su amiga Janey Robbins entran en un apartamento buscando al sobrino de la primera, que se está alojando en casa de su tía durante algún tiempo. El chico (nada menos que un jovencísimo Tom Byron) yace dormido en el sofá con el pene erecto fuera de sus pantalones (acaba de montárselo con la rubia Joanna Storm) y Honey acaba tirando de travesura no sólo para tirarse al chaval ahí mismo, sino también para convencer a la tía del muchacho para que practique con él el tabú más explotado y morboso en el porno de aquella época: el incesto. Ahora mirad la escena y decidme si no os despierta cierto cosquilleo ahí abajo.
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